27.1.08

belleza de manos y pies

Recorro todas las peluquerías del microcentro. A pie. Pregunto en la calle y todos dicen conocerla, pero nadie sabe la dirección exacta. La espalda me duele más que nunca, ya son casi las seis y está oscureciendo. Hace frío. Siento que ésta es mi última oportunidad.

Pero cuando encuentro el local veo que no es como el que queda cerca de casa. Tiene varios pisos y además de cortar el pelo hacen belleza de manos, de pies, depilación y maquillaje. No sabía que existían peluquerías tan grandes.

No entiendo. ¿Marcela vino a hacerse todo esto? ¿Cómo puede ser que le guste venir? Yo odio cortarme el pelo, trato de ir lo menos posible. Cada vez que el tipo pregunta qué quiero hacerme, yo nunca sé explicarle. Intento decirle más a menos, pero él termina haciendo siempre lo que quiere. No tarda más de quince minutos y al final me pasa el espejito por detrás y dice: "¿Viste?, igualito a lo que vos querías". Y sonríe.

Pero qué hago pensando en mi peluquero. Marcela me está esperando. Hay dos empleadas detrás de un mostrador y gente haciendo cola para registrarse. Un ascensor en el fondo y al lado, las escaleras. Veo que justo llega el ascensor, pero cuando estoy por subir me detienen.

-Disculpe, tiene que solicitar turno en el mostrador.

El guardia.

Es mucho más alto que yo y lleva un bastón de goma en el cinto. No parece sentir culpa por tomarme del brazo. Le digo que no vengo a atenderme, que sólo busco a una persona.

-Pregunte en el mostrador -ordena.
-Pero mire la cola que hay, no vengo a atenderme, es un segundo nada más...

Subo y bajo.

-Sin turno, no.

Y ahora ni siquiera me mira. No hay caso. Voy a pasar igual. Miro las escaleras. Podría subir corriendo. Él es más grande, pero seguro más lento. Si me sigue, cierro la puerta y le coloco la traba. Rescato a Marcela y somos felices para siempre. El problema es que después no podríamos salir. El guardia nos estaría esperando abajo. Con su bastón.

Cuando por fin me atienden, pregunto por Marcela y me contestan que tienen registradas a tres con ese nombre, pero que ninguna dejó el apellido. Les describo a Marcela. Les digo que tiene el pelo castaño, largo por los hombros y que no es muy alta. Me dicen que todos los días vienen a atenderse cincuenta mujeres como la que describí.

-Y todas salen distintas -remarcan.

-No puede ser. Es imposible que no la reconozcan. Llama mucho la atención. Es muy linda.

Las empleadas me miran en silencio, como si no se dieran cuenta de lo urgente de la situación. Marcela está esperándome. Yo sé que sí. Que se apuren.
-Por favor, es una emergencia.

Me preguntan si quiero que la llamen por el altoparlante.

No, no me sirve. No quiero esperarla abajo hasta que termine.

-Voy a subir.
-Espere. Tiene que pedir turno.

Otra vez lo mismo, no quieren que nos arreglemos, es eso. Nos tienen envidia. Pero si es un turno lo que nos separa, lo pido.

-¿Cuánto es?
-¿Qué va a hacerse?

Me acuerdo del cartel de la entrada.

-Belleza de manos y pies.

No te sorprendas tanto y dame el turno.

-Son cuarenta pesos, y vale para un corte de pelo también.

Sí, claro.

Cuando subo, está lleno de chicas con el pelo castaño por los hombros, pero ninguna es Marcela.

Se acerca uno de los peluqueros y me pregunta con quién me quiero atender. Le digo que odio cortarme el pelo. Se ríe.

-Todos dicen lo mismo. Acompáñeme por favor.

Cómo puede ser que no me haya esperado. Tenía tanto para decirle.

El peluquero me lleva a la silla donde atiende. Me miro en el espejo. Qué hago acá. Me siento horrible. Ya no tengo fuerzas.

Pregunta qué quiero hacerme.

-Hacé lo que quieras.


(parte de un relato largo que escribí hace varios años)

cortate el pelo

18.1.08

horarios esclavos

Puede ser que con el tiempo vea toda esta etapa de horarios locos, stress, abulia, cansancio, personajes famosos y no tanto, como una etapa copada. Por ahora me parece una poronga.

Lo que sí, buena onda la tormenta de verano. Volví justito después del chaparrón. Y hasta ahora no me tocó ni un día de extremo calor y humedad. Que no se corte, tormenta.

8.1.08

man in black 3

Recuerdo claramente la llegada a casa.

Nos tomó dos días recorrer los cuatrocientos kilómetros de Kingsland, primero por carreteras de grava y luego por caminos de tierra convertida en barro por una fuerte y gélida lluvia. Tuvimos que dormir una noche en el camión que nos había mandado el gobierno. Nosotros, los niños, en la parte trasera y cubiertos por una lona que nos protegía de la lluvia, escuchando cantar y llorar a mamá. Porque a veces lloraba y otras cantaba. Y en ocasiones se hacía difícil separar una cosa de la otra. Como después diría mi hermana Luoise, aquella fue una de las noches en que no podía saberse si cantaba o lloraba. Todo sonaba igual.

Cuando finalmente llegamos, el camión no pude ascender por el camino de tierra y Papá tuvo que llevarme en brazos los últimos novecientos metros a través del espeso y oscuro barro de Arkansas. Y ahí estaba yo cuando vi la Tierra Prometida: una casa a estrenar con dos espaciosos dormitorios, sala de estar, comedor, cocina, un hall delantero y otro trasero, un lavatorio externo, granero, gallinero y un establo para ahumar.

Para mí, todos lujos inexplicables. No teníamos agua corriente, obviamente. Ni electricidad. Ninguno de nosotros soñaba con algo así.

La casa y los establos eran simples y básicos. Pero también idénticos a las otras edificaciones de la colonia. Todas construídas por el mismo equipo de treinta hombres que levantaban cada casa en un par de días.

Nos instalamos como pudimos aquella noche. No recuerdo cómo nos mantuvimos en calor.

Al día siguiente, Papá se puso un par de pantalones de campo y fue a tomar posesión de nuestra tierra. Aquello era una selva. Pero Papá veía su potencial. "Es buena tierra", dijo simplemente al regresar. Con un aire de de esperanza y agradecimiento que todos captamos.

Fue una frase significativa.

Papá y mi hermano mayor Roy, en ese momento con catorce años, trabajaron noche y día, seis días a la semana, cortando sierras, hachas y largos machetes para después dinamitar y quemar las raíces.

Cuando el primer año llegó la temporada de siembra, ya habían limpiado ciento veinte áreas. Dos partes se plantaron con algodón y la tercera se utilizó para alimentar a los animales y llevar comida a nuestra mesa: maíaz, patatas, tomates y fresas.

Las cosechas fueron buenas ese primer año y los Cash pudieron salir adelante. La siguiente primavera yo ya tenía cinco años y ya estaba listo para el campo de algodón.