25.6.09

pero la tele muda pasa los spots

Te dije que venía y cumplí, ¿viste? Estuvo bueno ver a los pibes compartir guitarras, intercambiar instrumentos y canciones como si fueran la misma banda, las birras que pasan de mano en mano y el frío que se vuelve calor en el bar. Sobre la pared, al fondo, dejan una imagen de la Bristol, los mocasines en la arena, y el Gato que canta: "Yo no sé cómo entender, la libre competencia del mercado laboral. El fracaso de los demás es un triunfo tuyo". Estamos ahí. Pero la tele muda pasa los spots y sin querer me acuerdo de elecciones anteriores. Diez años atras. Cuando voté contra la convertibilidad en el '99. Y ahora, que voto a favor del modelo. En el medio Salma pone el disco de Reno y se queda prendida en el primer tema. Termina, retrocede y vuelve a poner play. "Es como Neil Young", me dice, fascinada. "O como Dylan", propongo yo. Y asentimos cuando su garganta corta el aire en el cuarto.

8.6.09

Los Cayos



La mejor banda del país. O bueno, la más buena onda.

La que te va a dejar siempre con una sonrisa de oreja a oreja.

Pase lo que pase.

Escuches con quien la escuches.

Aunque sea domingo y haga frío y te hayas peleado con medio mundo o te hayan echado de tu trabajo.

O al revés: aunque esté todo bien, el sol salga todos los días y te paguen en regla, pero igual sepas que el turro siempre asoma.

Porque seamos claros: el laburo es importante. Y el reconocimiento no molesta.

Pero definitivamente no alcanza.

Hay algo profundamente perturbador en esas balizas puestas y esa mano que se extiende sola.

Si no reaccionás ante eso, no reaccionás ante nada.

De qué te sirve escribir sobre música, tener el tupé de describir sobre un disco, pontificar si un tema es bueno o malo (¡Díos mío! qué importa si es "bueno" o "malo"), si no te hacés cargo de lo que te escribís. De lo que te gusta.

Y la verdad, a esta altura, lo primero que me interesa, es hacerme cargo.

Me importa poco el buen gusto.

La banda que hay que escuchar.

Lo que va.

Para mí las canciones de Los Cayos son buenas porque se quedan prendidas en el oído apenas las escuchás.

Porque son canciones que tienen el don.

Son especiales.

Te hacen sonreir.

O suspirar.

No importa qué palo curtas. O qué estilo prefieras.

Hay canciones que te pueden y ya.

Conozco poca gente que logra eso. Calamaro es uno. Y Los Cayos, en sus mejores temas, por más que suene temerario, me importa poco que suene temario, son otros.

Cuando Los Cayos se suben al escenario, casi no prueban. Directamente le tiran un par de consignas al operador y arrancan.

Y si tocan en Campana, de donde son, llenan.

La gente arenga en el teatro como si fueran Divididos. Cientas de personas.

Y si tocan en Once, en el Zaguán o en La Cigale, y no son tantas, arengan lo mismo.

Contagian la risa a todo el lugar.

Y lo mejor: con la más absoluta generosidad.

Por más que haga frío, sea casi invierno y la humedad te cale en los huesos.

Los tipos arrancan y te llevan puesto.

Y cuando volvés a tu casa, no sabés que hacer.

Si cambiar tu vida o tomarte un whisky y olvidarte de todo, total mañana es lo mismo.

O si no.

Así de poderosos son Los Cayos.

La arenga que tienen.

Que les brota y que ni saben que poseen.

Si tuviera que compararlos, diría que me hacen acordar a la vocación cancionera de Estelares, el Manu Moretti más genuino y poeta. El bohemio que dejaba todo por un amor (y yo sé que todavía lo hace) y por una buena canción.

A mí Los Cayos me emocionan porque tienen un tema como Otarios, que es triste pero épica.

O como A Nadar, que es alegre pero demasiado arengadora para ser cierta (y eso la hace triste también. De otra manera. Pero agridulce al fin).

Y porque son tres. Y los tres cantan. Y los tres te hablan con propiedad.

Porque tienen treinta y pico. Y tener treinta y pico hace bien.

A los treinta y pico todavía te animás a grandes empresas, aunque regules la caminata y regules el paso.

Tenés treinta y pico, loco.

Te hacés cargo.

Te hacés hombre.

Y sino, te olvidás.

Yo prefiero seguir bancando las bandas que me emocionan.

Porque para hacer lo de siempre, tiro la toalla y chau. Para qué tanto lío, ¿no?